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¿Te cuesta dar por terminada una tarea si no está impecable? ¿Sientes que los errores no están permitidos? ¿Te exiges más de lo que exigirías a cualquier otra persona?
Si te ves reflejado en estas preguntas, probablemente el perfeccionismo forme parte de tu día a día. Y aunque a veces se disfraza de virtud, el perfeccionismo suele esconder un gran malestar interior.
Ser perfeccionista no es simplemente querer hacer las cosas bien. Eso es saludable y natural. El problema aparece cuando sentimos que tenemos que hacer las cosas perfectas para estar tranquilos, valiosos o dignos de amor.
El perfeccionismo es una exigencia interna que nos empuja a controlar cada detalle, a rendir al máximo y a no cometer errores. Y si lo hacemos, nos castigamos duramente. No hay espacio para la duda, el descanso ni la vulnerabilidad. Solo para el logro.
Este patrón no es una elección consciente, sino una estrategia de supervivencia emocional. Muchas veces se construye en la infancia, cuando aprendimos —de forma más o menos explícita— que valíamos más si sacábamos buenas notas, si no molestábamos, si éramos responsables o si no dábamos problemas.
Preparas una presentación para el trabajo y, aunque te felicitan, tú solo puedes pensar en esa diapositiva que no quedó como querías.
Limpias la casa antes de que venga visita y, si queda algo fuera de lugar, sientes que has fallado.
Escribes un mensaje o correo y lo revisas cinco veces antes de enviarlo, temiendo parecer «poco profesional».
Llevas una lista interminable de tareas y te cuesta parar hasta que todo esté hecho, incluso cuando estás agotado/a.
Tienes miedo de empezar un proyecto nuevo porque «no lo harás tan bien como deberías».
Estas situaciones, que muchas personas viven cada día, son ejemplos claros de cómo el perfeccionismo no solo afecta al rendimiento, sino también a cómo nos sentimos con nosotras mismas.
El perfeccionismo afecta también a cómo nos relacionamos. Cuesta pedir ayuda, mostrarnos tal como somos o reconocer que necesitamos descanso.
Podemos llegar a sobreproteger a otros, tener miedo a decepcionar o sentirnos responsables del bienestar ajeno.
Esto puede hacer que nos sintamos solos, aunque estemos rodeados.
Aunque muchas veces se asocia a responsabilidad, excelencia o capacidad de esfuerzo, el perfeccionismo tiene un coste emocional elevado, que no siempre se ve desde fuera.
Parece contradictorio, pero muchas personas perfeccionistas postergan tareas por miedo a no hacerlo lo suficientemente bien. El «si no va a salir perfecto, mejor no empiezo» se convierte en una trampa que alimenta la culpa.
Te hablas con dureza, no te permites el error, comparas tu rendimiento con el de los demás y minimizas tus logros. Nada es suficiente, y tú, tampoco.
Incluso en momentos de ocio, tu mente sigue repasando lo pendiente o lo que podrías mejorar. Te cuesta disfrutar porque sientes que «no has hecho lo suficiente como para permitirte parar».
El perfeccionismo no solo se dirige hacia uno mismo. Puedes esperar lo mismo de los demás, tener dificultad para delegar o sentir que mostrar tus debilidades arruinaría la imagen que los demás tienen de ti. Eso genera relaciones basadas en la apariencia y no en la autenticidad.
Vivir con la presión de no fallar y de tenerlo todo bajo control genera ansiedad, agotamiento y sensación de vacío. La felicidad siempre parece estar «al otro lado» del siguiente logro, pero nunca llega a sentirse suficiente.
Marta es un nombre ficticio. El testimonio se ha compartido con su consentimiento
«Durante años fui la 'niña buena'. La que sacaba sobresalientes, no daba problemas, ayudaba en casa. Luego fui la trabajadora perfecta. Pero todo ese esfuerzo me pasaba factura: vivía con ansiedad, no dormía bien, y no podía parar de revisar todo mil veces. Cuando mi terapeuta me preguntó si me trataba con el mismo cariño con el que trataba a mis amigas, me quedé en blanco. Nunca me había planteado que mereciera ternura si no lo hacía todo bien».
1. Reconocerlo sin juicio
El primer paso es ponerle nombre. El perfeccionismo no te define, es una estrategia que aprendiste para sentirte seguro/a o amado/a. Es una forma de protegerte que quizás ya no necesitas.
2. Cuestionar tus creencias
Pregúntate: ¿de dónde viene esta exigencia? ¿Quién me enseñó que tenía que hacer todo bien para valer? ¿Realmente creo que los demás solo me quieren si no fallo?
3. Practicar la compasión contigo mismo/a
Aprende a hablarte con amabilidad. Reconoce tu esfuerzo sin exigir perfección. Mereces descanso y cuidado, incluso cuando no «rindes».
4. Dar espacio al error como parte del proceso
Cada equivocación puede ser una oportunidad para crecer, aprender, y conectar con otros desde lo humano, no desde lo perfecto.
5. Buscar ayuda terapéutica
Muchas veces, detrás del perfeccionismo hay heridas de infancia, mensajes grabados que necesitan ser revisados. En terapia puedes empezar a soltar ese peso y construir una forma de vivir más libre, más amable.
El perfeccionismo no solo se siente como una carga emocional interna. Diversos estudios lo relacionan con una mayor vulnerabilidad a desarrollar trastornos de ansiedad y depresión.
Cuando vives atrapado/a en una exigencia constante, sin permitirte el error ni el descanso, tu sistema nervioso se mantiene en estado de alerta permanente. Esta hiperactivación puede derivar en síntomas de ansiedad: insomnio, dificultad para concentrarte, sensación de no llegar, taquicardias, malestar físico sin causa médica aparente, irritabilidad o bloqueos.
A la vez, la frustración crónica por no sentirte nunca suficiente, el diálogo interno crítico y el agotamiento emocional pueden alimentar sentimientos de tristeza, apatía, baja autoestima y desconexión. Es decir, síntomas claros de una depresión.
Es como vivir en una carrera que nunca termina, donde cada meta alcanzada solo da paso a una más difícil. Y llega un momento en que el cuerpo y la mente ya no pueden más.
Además, el perfeccionismo muchas veces nos aleja del apoyo de los demás: nos cuesta pedir ayuda, mostrar debilidad o hablar de lo que sentimos. Esto favorece el aislamiento, y con él, el riesgo de profundizar en el malestar.
Si te reconoces en esta forma de funcionar, no significa que tengas un trastorno, pero sí es importante escuchar lo que tu cuerpo y tu mente están queriendo decirte. A veces, lo que comienza como una manera de mantener el control, se convierte en una fuente constante de ansiedad o tristeza.
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