Borrar
En el camerino. Arturo, un gran amante de los animales, con Mika, la mascota de su compañera Carmen del Valle en una de sus últimas funciones en Bilbao.

Ver fotos

En el camerino. Arturo, un gran amante de los animales, con Mika, la mascota de su compañera Carmen del Valle en una de sus últimas funciones en Bilbao. Foto cedida por Carmen del Valle

Arturo Fernández: supersticiones, ritos y otros cristos

En medio de una manifestación en San Sebastián, un abertzale encapuchado detuvo su huida para gritarle «hasta luego chatín» | Arturo Fernández montaba altares en su camerino con estampitas y un niño Jesús

M. F. ANTUÑA

GIJÓN.

Domingo, 7 de julio 2019, 01:38

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

San Sebastián, un día cualquiera años atrás. Los de la ultraderecha convocan una manifestación y los abertzales replican con otra. Se monta la marimonera, interviene la policía y en estas Arturo Fernández, impecable, impoluto, elegante y feliz, sale del Hotel Londres, camina hacia el bulevar rumbo al Teatro Principal y se da de bruces con el sarao y con una carga de la Ertzainza. Aparece uno grupo de abertzales con los rostros cubiertos con pasamontañas a su vera, uno de ellos le ve, le mira, y en el fragor de la batalla, detiene su huida y tiene humor para gritarle:

-¡Chatíííín, hasta luego!

Arturo, sin torcer el gesto, solo podía estar a la altura de las circunstancias y replicar al público como se merece.

-¡Corre, que no te cojan!

La escena la narra Sabino Bilbao, que lejos de ser guipuchi es tan de la capital vizcaína que la lleva en el apellido. 28 años trabajó al lado del actor gijonés desde que un buen día se citaran en el Palace y se pusieran al lío. Era su mano derecha, quien ejercía de regidor, quien se ocupaba de que la escenografía estuviera en perfecto estado de revista, quien reservaba los hoteles y quien desarrolló con el tiempo una teoría irrefutable que dice que Arturo Fernández tardaba aproximadamente hora y media en dar una vuelta a la manzana por muy pequeña que fuera. «Contigo no se puede salir Arturo, saludas a todo el mundo», le decía Sabino cuando este le invitaba a dar un paseo juntos. Porque el galán atendía a todo aquel que se lo pedía, posaba para la foto, firmaba autógrafos... Nadie quedaba sin saludar. «Una vez en La Coruña una peluquera nos dijo que cuando venía Arturo estaban todas las peluqueras encantadas, porque iban todas las mujeres a peinarse para ir perfectas a verle a la función», recuerda la actriz asturiana Carmen del Valle, su última compañera en 'Alta seducción'. Ellas, de domingo; él, estuviera bien, mal o regular, con su mejor sonrisa. «Cuando acababa la función, saludaba hasta la última persona».

Eso era el final. Pero volvamos al principio, a todo lo que ocurría antes de llegar los aplausos. Meticuloso, perfeccionista al extremo, era un jefe generoso pero duro. «Era súper exigente, súper profesional, tonterías las justas, después lo que quieras, pero durante, nada; él era cabezón, sabía lo que quería y la forma en que lo quería», anota Sabino Bilbao. Un ejemplo: hace años que en las escenografías teatrales se dejaron de utilizar techos, pero él lo quería y lo mantenía. «¿Pero tú conoces algún salón que no tenga techo?, me decía». Y con techo actuó hasta su última función en marzo en los Campos Elíseos de Bilbao. Sostenía que el escenario era su casa y hacía de esa máxima pura literalidad. Todas y cada una de sus escenografías estaban siempre adornadas por imágenes familiares. Puede que el público no reparara en esos pequeños detalles, pero en los portarretratos del atrezzo estaban sus hijos, sus nietos, en esta última función estaba también Carmen del Valle posando con su perra. Todo lo dicho, a la vista del público; oculto de esas miradas, siempre le acompañó una estampa del Cristo de Medinaceli. Detrás del escenario, cada vez que salía a escena lo tocaba. De gran tamaño, la Pepa, la que fue su sastra durante años, se encargaba de repotenerla cuando sufría daños entre espectáculo y espectáculo.

No dejaba nada al azar; antes de cualquier función, chequeo de luces y sonido; después, si había que hablar con los actores para retocar algo, se hacía. «No te permitía ni un fallo», subraya Carmen del Valle, sabedora también de su afición desmedida a meter morcillas, lo que obligaba a sus compañeros en escena a trabajar siempre con los cinco sentidos al 100% para poder seguirle el rollo. «Arturo hacía siempre lo que le daba la gana, yo me moría de risa, todos los días me sorprendía, estaba vivo en escena, esa era su máxima felicidad», señala Carmen del Valle.

Era muy de rituales y supersticiones Arturo Fernández. «Los técnicos pasaban siempre antes a verle por el camerino porque era como el de los toreros. ¿Cuántas estampitas llevaba? ¡Yo qué sé, treintaitantas! Se las regalaba la gente, tenía estatuitas pequeñas, también un niño Jesús que tapaba, antes de la función encendía la vela y rezaba delante de su altarcito», recuerda Sabino Bilbao.

Preocupado por su aspecto, iba siempre como un pincel y exigía lo mismo a sus compañeros en escena. «El vestuario era algo que él siempre cuidaba mucho, no toleraba ni media arruga y te miraba a ti de arriba abajo», señala Carmen del Valle. Pero hay más: el pelo era una auténtica obsesión. «En 'El hombre cinco estrellas', él estaba tumbado en la cama y yo le tenía que tirar entre cajas la ropa de la chica que se suponía estaba desnudándose, pero si le tocaba un pelo la que me liaba era fina y las posturas que él hacía para no despeinarse eran increíbles», recuerda Sabino Bilbao. Él conoció a Maravillas y Antonio, un matrimonio de Murcia que durante años viajó en sus giras -él era maquinista y ella ejercía de sastra-, luego llegaría la Pepa, que se encargada de que el vestuario estuviera perfecto y en último lugar llegó Iris.

Amante de los animales, no soportaba que mataran ni una cucaracha. Tanto es así que en una ocasión hasta adoptó una y le daba de comer. «Tenía una cucaracha y una vez se le metió en un traje blanco», rememora Sabino, que ha vivido con él giras de esas que ya no se hacen en España, con hasta cuarenta funciones a teatro lleno en la misma plaza y no poder prorrogar más porque le esperaban en otros escenarios.

El éxito fue el aliado que siempre acompañó en su camino a un hombre que allá donde iba tenía algún amigo -José Manuel en Gijón, Luisón en Bilbao, Antonio en La Coruña- con el que compartir charlas, con quienes recordar la infinidad de anécdotas que jalonaron su longeva y prolífica existencia.

Su noventa cumpleaños lo celebró el pasado mes de febrero aún sobre las tablas; apenas un mes después, en el Teatro Campos Elíseos de Bilbao se subía al escenario por última vez. No se encontraba bien, pero nada más mirar hacia el patio de butacas la ovación del público le dio el subidón de energía que necesitaba para seguir y regalar una noche mágica. Aquel día, Carmen y Sabino se miraron y supieron que no habría más. «Tenía cosas personales en la escenografía, como un libro mío, y le dije a Sabi, 'me lo llevo'», dice ella; «cuando estaba recogiendo, pensé que estaba recogiendo para siempre», concluye él.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios